martes, 21 de febrero de 2012

El conde sordo del castillo en la montaña


Era la guerra en las lejanas tierras de Östeyrkyavdrind una excusa para mantener al pueblo ocupado en tiempos de abundancia a principios del siglo XII. La neblina invadía todos los espacios, hasta las casas de los campesinos y los mercados donde comerciaban sus productos llegaba la blanca cortina, ella era lo más seguro que tenían aquellos súbditos de la corona. A pesar de eso el calor era insoportable al caminar y por allí el sofoco no se podía evitar. El territorio estaba dividido por terrenos donde gobernaban reyes de diversas lenguas, y habían tantos como tomates en todas las huertas del reino más grande de la región.
Pero en una montaña, lejos de aquellas tierras ardientes, en una montaña altísima y congelada, se levantaba un castillo insmenso donde el conde de Nasrrebut nació sordo. Allí crió a su familia en abundancia y paz constante con el trabajo de sus propias manos a lo largo de cuarenta años. Ahora que estaba a punto de morir reflexionaba sobre su muerte en unos escritos que dejaría para la posteridad, y entre líneas de pensamientos confusos recordaba los años de su infancia junto al piano de cola que le regaló su padre y las largas horas que pasaba mirándolo sin tocarlo. Era una vida extrañamente curiosa la que llevaba el conde en su adolescencia, cuando lo único que hacía era mirar desde la ventana la neblina cubriendo el valle y a los cuervos que sobrevolaban las estribaciones de la montaña buscando alimento. Recuerda cómo los siervos del castillo construían barricadas y catapultas que nunca llegaron a usarse porque siempre se pensó que ese castillo estaba embrujado. Allí vivieron más de cinco generaciones y todas ellas se enrazaron entre sí dejando unas vetas blaquecinas en la piel de las nuevas generaciones como marca oficial.
El hijo del conde, a los veintiséis años, permanecía enclaustrado en su dormitorio de donde sólo salía a contemplar la luna y a tocar la flauta de pan acompañado por su hermana que tocaba unos crótalos que le trajo un tío desde Tíbet. Juntos formaban una banda maravillosa y los pájaros que volaban alto se acercaban a escuchar las melodías.
El conde de Nasrrebut murió en el último día del año, y sus hijos llorando a su lado tocaron la primera y la última melodía que sus oídos escucharon.


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